Hispanohablantes entre pingüinos: el español en la Antártida

Entrevista a Josabel Beillure.

Nada. El paisaje prácticamente blanco inunda el horizonte de paz y frío. Es el continente helado y allí hace más de cuatrocientos años,
según las notas del diario de un holandés que navegaba con el español Gabriel de Castilla, apareció titánico, formidable e inhóspito el último reducto de tierra: la Antártida.

Al almirante, nacido en Palencia, se le considera la primera persona que divisó esta masa continental −aunque no fue el primero en pisarla−. Desde entonces, el devenir histórico en esta parte del mundo ha solapado paulatinamente este acontecimiento con intereses internacionales, geopolíticos, militares, científicos y, desde hace unas décadas, también turísticos. Sin embargo, cuando la temporada estival se sitúa sobre el hemisferio sur, un grupo de científicos españoles vuelve desde finales de los años ochenta, tras las coordenadas del almirante, a una de las dos bases instaladas en el continente: la Gabriel de Castilla (en la isla Decepción) y la Juan Carlos I (en la isla Livingston). Una de las investigadoras que ha trabajado en la Antártida es la bióloga y doctora en la Universidad de Alcalá, Josabel Belliure, que compartió con el CIDIC su experiencia de campo en la Antártida mostrándonos su punto de vista sobre «el español en la Antártida».

Un aprendizaje autodidacta del idioma
La ubicación ante esta inmesidad helada dificulta a veces la comunicación física entre las bases científicas, lo que se reduce a un grupo
de personas en un ambiente extremo que tienen que convivir para adaptarse al medio y al entorno. La distacia que separa las bases Gabriel de Castilla y Juan Carlos I es de veinte millas (unos 32 kilómetros). Explica Josabel que los compañeros que residen en la Juan Carlos I tienen por vecinos más cercanos a una comunidad de investigadores búlgaros y entre todos «hacen esfuerzos por verse, porque son los únicos vecinos en muchos kilómetros». Es interesante, según recalca la doctora, cómo el lenguaje evoluciona y se adapta de manera natural según las circunstancias. De esta guisa, se articula de manera espontánea un aprendizaje del español por parte de las comunidades vecinas de científicos. «Por ejemplo, los búlgaros aprenden con rapidez a decir palabras relacionadas con el ambiente hostil como frío, nieve, viento o ventisca pero, al mismo tiempo, también incorporan nombres más propios de la convivencia como cerveza, pasodoble o amor».

La jerga antártica: científica y militar
En 1959 se firmó el Tratado Antártico (actualmente hay seis países consultivos hispanohablantes de veintinueve que forman parte del
Tratado) cuyo eje principal, además de gestionar el espacio, se centró en asegurar que la presencia en el continente tuviera fines exclusivamente pacíficos y principalmente científicos. Desde entonces ha sido así y los únicos militares que habitan esta tierra helada son los que dan apoyo logístico a los investigadores. Bajo este marco de convivencia cercana entre profesionales del ámbito de la ciencia y del mundo castrense, el lenguaje adquiere su propio vocabulario. Una jerga esta, que varía en función de dos características: los proyectos desarrollados en las bases y los conceptos utilizados, fenómenos ambos que dan pie a una posible vía de investigación desde las ciencias sociales como subraya la doctora Belliure: «Las experiencias de adaptación en ambientes extremos, como pueden ser los polares, son ideales para plantearse una investigación desde el campo de la antropología y la sociología» y, por qué no, puestos a analizar, desde la lingüística.

El cruce de expresiones entre militares y científicos es cuanto menos curioso: «A menudo presencias cómo un grupo de militares está
hablando en el comedor de “estrategias comportamentales” y cómo nosotros hacemos alusión a los “operativos” que están previstos para esa jornada», sonríe Josabel al recordar la anécdota. Decía Ortega y Gasset en su obra La rebelión de las masas que el lenguaje se define como el medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos y, bajo esta idea, es de rigor señalar el ansia por dibujar mediante palabras lo que se observa y se siente: «Es increíble el uso y la riqueza del lenguaje que se manifiesta en la Antártida para expresar, por ejemplo, la perplejidad ante la belleza del paisaje. ¡A veces se convierte en una competición entre los miembros de la base por ver quién lo define mejor!».
Lazos entre lengua y cultura
Durante el trimestre que dura aproximadamente la campaña antártica, los vínculos afectivos que se crean tienen un componente sociolingüístico interesante para su estudio y es que «conforme avanzan los días de estancia el lenguaje de la convivencia varía, es decir, se produce un pico de calidez y confianza hacia la mitad de la estancia y más frío al inicio y al final de la campaña; en este último caso como antesala de la vuelta a casa».

Otro tipo de suerte por la ubicación es la del equipo español que trabaja en la base Gabriel de Castilla ya que los vecinos más cercanos están a unos veinte minutos y, además, es un grupo de científicos argentinos que coinciden para la triple celebración de la Navidad: a la
hora española, argentina y local. Más allá del trueque de productos como el dulce de leche por el pacharán este intercambio cultural favorece el buenhacer de los investigadores. «Una vez llegó un buque de investigación de Brasil y coincidió con la celebración de los carnavales… Así que incorporamos la palabra «samba», ¡qué creo nadie había pronunciado todavía!», apostilla la doctora Belliure.

Josabel Belliure

  • Doctora en el Departamento Interuniversitario de Ecología de la Universidad de Alcalá.
  • Doctora en Ciencias Biológicas por la Universidad de Valencia.
  • Experta en los pingüinos antárticos.

Sebastián Ruiz

Deja un comentario